Guillermo Chirinos Cúneo fue uno de esos pocos seres excepcionales llamados poetas, marcado por la genialidad e incomprensión. A 26 años de su muerte, un nuevo tomo de su poesía inédita se publicará este año: El presidente de las naciones congeladas. Motivo suficiente para revisar su vida y obra.

Guillermo Chirinos Cúneo atravesaba la ciudad con sus poemas bajo el brazo, era visto errático entre el Callao y el centro de Lima, con la descomunal fuerza que solo posee un poeta iluminado, con la rabia del marginado y la exaltación de saberse elegido. Fue un ser excepcional, una fractura en la tradición poética peruana, adscrito a la generación del sesenta, junto a otros mitos como Lucho Hernández y Javier Heraud.
Vivió entre clínicas psiquiátricas y la casa de su madre, acosado por la esquizofrenia, hasta que perdió contacto con la realidad, pero nunca dejó de escribir. Un nuevo tomo de la poesía de Guillermo Chirinos Cúneo se publicará este año: El presidente de las naciones congeladas.
Guillermo Chirinos Cúneo (1946-1999) nació en Lima y murió en La Punta. Su hermana Aída cuenta que el poeta era un “palomilla”, gran cinéfilo —afición que compartía con su hermano menor, José—, disfrutaba los atardeceres en la playa y jugar al fútbol. Rodolfo Hinostroza lo recuerda como “un muchacho de ascendencia italiana, blanco, alto, muy guapo, con una inquietante mirada fija y penetrante, siempre con terno azul y corbata, y peinado a la gomina”. Cuando Guillermo Chirinos Cúneo caminaba por el Jirón de la Unión, recuerdan quienes lo conocieron, las chicas quedaban embelesadas con su presencia. No pasaba desapercibido. Postuló a San Marcos sin éxito, pero frecuentó los círculos literarios de su época, donde se codeó con Juan Ojeda, César Calvo, Juan Gonzalo Rose, Manuel Scorza, Marco Martos e Hildebrando Pérez.
Fue un genio, pero también un pata de barrio, un amigo, un hijo de familia. Fue un escritor excesivo, pero sobre todo fue un lector voraz: Rimbaud y Baudelaire figuran entre sus autores predilectos. De los peruanos, le gustaban Antonio Cisneros, Vargas Llosa, Calvo y Martos, de acuerdo a la última entrevista que dio para el suplemento cultural de El Peruano en 1993.

Es conocida una deliciosa maldad perpetrada por el vate: era 1964, el poeta Rodolfo Hinostroza acababa de regresar de Cuba, a donde había viajado para estudiar literatura y terminó desencantado del régimen castrista. Hinostroza se hospedó en un piso en el jirón Coca (hoy Carabaya), el cual pertenecía a la familia de Calvo, mientras buscaba trabajo. Un día, a las 11 de la mañana, Guillermo Chirinos Cúneo toca la puerta y pide hablar con él. El visitante se sentía un genio, pero había escuchado que un joven poeta, mejor que él, había regresado para destronarlo. “¿Con esta máquina escribes tus poemas?”, preguntó de pronto, tras dar vueltas por la habitación. Ni bien Hinostroza le confirmó, “la levantó con las dos manos por encima de su cabeza y la estrelló contra el piso”, tal y como está consignado en su libro sobre poetas
Pararrayos de Dios (2012). A pesar de ello, la amistad pudo soportar este incidente.
Aunque en vida solo pudo publicar Idiota del Apocalipsis (1967) —con la ayuda y edición de su madre, Aída Cúneo Navach, mientras convalecía en la clínica San Isidro—, el pequeño libro resultó magistral. “El poema entonces quería morir. La primavera nocturna lo llevaba hasta un viento de túnicas y muerte, pero sucede en nuestras ramas que corrimos huyendo de los lechos: volamos casi sobre esas hierbas de la noche, vociferaríamos quizá a muchos parques de Lima la caída de nuestros ciegos dulces gatos cimarrones”. Versos así parecían venir de una voz interior, con ritmo agresivo, lleno de erotismo y libre de prejuicios, de una rara y oscura belleza.

Veamos un poco más:
“Mis colmillos de perro echando baba, / mis globos de rey marciano en su castillo, / mis pelos de lobo helado en brujos cráteres lunáticos, /
derrumbaban, / calor de espuma, vapores / derrumbaban, / sobre la ola de tu vientre blanco, / estallando en bocas de geranio, / derrumbado, / bordoneado de espumas negras y de vahos”.
Idiota del Apocalipsis pasó desapercibido para la prensa cultural, pero encontró entre los jóvenes a sus principales lectores, quienes lo compraban a 50 soles en las librerías del centro. Tras la publicación de esta plaquette, Guillermo Chirinos Cúneo llevó una vida solitaria y ausente de los círculos literarios, ensimismado, pero escribiendo. “Ser poeta es algo muy duro. Resulta al fin y al cabo muy duro, pero francamente prefiero mi soledad, la necesito. El mundo me resultó tan disoluto, me desilusioné tanto de la forma y esencia de la vida, que terminé refugiándome en mí mismo», dijo sobre su aislamiento en la citada entrevista.
El escritor Armando Arteaga fue gran amigo del hermano de Guillermo, a quien llamaba cariñosamente Pepe y con quien recorría los cafés y bares de la bohemia limeña. A través del hermano, se conocían las pocas noticias del poeta, como su estado de salud, sus tratamientos y su persistencia en la escritura, bajo la protección de su familia. “Pepe siempre me traía alguna mala noticia. ¡Enfermó! Lo habían metido en la clínica San Martín, o en la San Isidro. Cada vez que empeoraba, era más difícil la comunicación con él. Pepe se quedaba callado y no hablaba más. Había que sacarle las palabras en horas de conversación sobre otros temas. ¡Está escribiendo! ¡No recibe visitas!”, relata Arteaga.
A mediados de los noventa, Arteaga visitó a Guillermo Chirinos Cúneo en la clínica para presentarle a Josemári Recalde (1973 – 2000), autor del poemario Libro del Sol, quien era aficionado a su obra y pensaba hacer una tesis de grado sobre él. En ese momento, Guillermo Chirinos Cúneo le entregó a Arteaga una copia de El guerrero del arcoíris (2021) sin conocer la potencia y repercusión que tendría casi tres décadas después. Por aquel tiempo, Guillermo Chirinos Cúneo solía regalar sus poemas y, según señala Arteaga, muchos cuadernos se perdieron en plena época del terrorismo, cuando los hermanos fueron a la Base Naval del Callao para entregar sus versos. Tenían miedo a que se les detuviera por el contenido de los mismos. El guerrero del arcoíris durmió entre otros documentos hasta 2021, cuando Arteaga entregó el manuscrito a la editora Cecilia Podestá, durante la multitudinaria marcha contra Manuel Merino, en medio de bombas lacrimógenas. El libro fue publicado en 2022 por la editorial de Podestá, Máquina purísima. Lo recordamos: fue un suceso literario. Es precisamente con esta editorial que saldrá El presidente de las naciones congeladas en el próximo semestre.

“Allí, donde el misterio pinta máscaras sobre el cristal de la intimidad, sembraste el amor. Invocaste la magia de tu niñez y fuiste recompensado. Frente a los espejos del mar, rompiste tus sueños. Esclavo del porvenir, prisionero sujeto por las cadenas del pasado, fuiste rey por un día”. Los versos descubren a un escritor en su madurez literaria, más humano y atacado por la melancolía, a corazón abierto.
“Sueños placentarios coronaron mis delirios. Ángeles purísimos dispusieron el blanco manto de mi miedo. Dios fue una estrella, y mi pánico sembró la locura con la despedida de la luz. Soy un maldito, me dije, hoy me redimo y las estrellas pintan mi adiós sobre el fuego de mi delirio; los sueños ayudan a pensar la luz”.
El guerrero del arcoíris tiene, además, momentos extremos. Guillermo Chirinos Cúneo se reconoce como genio, nos habla desde el interior de su arte y llega a momentos de lucidez donde parece salir del delirio y vuelve, ensimismado: “Comprendí los arquetipos, los sueños, el caos, y me volví loco. Me mecí en la bruma de las estrellas y vinieron a mí sapiencias lejanas de la locura. Adoré la belleza de la humanidad y mi sexo sembró el dulce equilibrio de la vida. Viví un sueño: la libertad de ser justos. Sentí el hastío de las poderosas fuerzas del instinto y la inconclusa prisión de los mitos. Y mi padre, que lleva la señal de Caín, no me comprendió. Yo había visto la luz”. El poeta era consciente de su madurez, había «llegado a comprender el alma humana, mi corazón, mi mundo interior, mi lúcida desaparición de lo desconocido».
“Tu vida, su sueño, su redención imposible, tu cuerpo condenado a vagar por los acantilados. Buscaste una señal blanca y pura en los pomos prohibidos de la vida. Descubriste que nunca encontrarías las palabras que rompen las cadenas. Ahora que has roto tu sueño, contempla el espejo. Supe que pisaste la arena y que tus huellas fueron pétalos azules”, se lee en otro magnífico verso, que trasluce su autenticidad y nos deja ver el interior de un delirante corazón. Infiernos y cielos (1962), Rojos y Nocturnos (1964), Celestes y oscuros (1966), Eneas XX (1985), son otros libros que escribió Guillermo Chirinos Cúneo durante sus internamientos en la clínica, tal y como nos dice Arteaga. En 2023 se publicaron sus poemas reunidos, en Lumen y con la curaduría editorial de José Carlos Yrigoyen, con libros como Caminante en la ciudad (1964-1967) —cuyo manuscrito, se decía, había sido destruido—, Canción de Otoño (1979) y Madrigal (1990). Esa edición de la poesía reunida de nuestro autor puso a disposición de los no pocos interesados (casi todos jóvenes) una obra que se había convertido en todo un enigma.

Habría que prestar atención al escenario en el que Guillermo Chirinos Cúneo se forjó. Su relevancia de hoy también nos brinda la oportunidad de apreciar la real magnitud de la poesía peruana escrita en los sesenta y setenta, periodo al que tendríamos que calificar como los años maravillosos (no olvidemos que la tradición poética peruana está considerada entre las mejores del mundo). En ese par de decenios, se publicaron muchísimos poemarios y casi todos exhibían la marca de agua de la calidad. El excelente momento de la poesía peruana actual, por cierto, está nutriéndose de la poesía de esa etapa.
Fuente: Diario La República
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