Por primera vez en el Perú hubo un sistema diplomático. Se inventó en Lima antes que en la mayor parte del continente.

José Gregorio Paz Soldán es el fundador del primer servicio diplomático en Latinoamérica, el peruano. Ramón Castilla es el constructor de nuestra república. Uno y otro fueron indispensables, según leemos en la monumental Historia de la República del Perú, de Jorge Basadre.
¿Alguna vez fueron amigos? Dejemos la respuesta para después.
Un lector de mi novela El largo viaje de Castilla, se muestra asombrado de que el héroe haya pasado un año caminando por la Amazonía, desde Río hasta Lima, y quiere saber si sus habilidades en el gobierno se parecían a las que mostró en ese sendero.
“Eran mucho más sutiles”, le respondo y recuerdo el trato del presidente Castilla (1845-1851) con su entonces enconado adversario José Gregorio Paz Soldán.
Bajo el seudónimo de Casandro, este enemigo de Castilla había escrito furibundos artículos en El Comercio y, después, por prudencia, había tenido que esconderse en la casa de un pariente, el prefecto de Lima.
Sin embargo, Castilla pensó que requería del adversario y que solamente él podía resolver un problema derivado de la prepotencia de Gran Bretaña que había ocupado el puerto de Islay.
En vista de que no había otra forma de encontrar a Paz Soldán, Castilla irrumpió en la casa del prefecto y dijo en voz muy alta: “Avísele al Dr. Paz Soldán que tengo urgencia de verlo por un asunto de Estado”.
El prefecto fingió no haber escuchado y miró para otro lado. Entonces, Castilla repitió su alocución en voz más fuerte todavía: “¡Y dígale que venga a Palacio a las cinco de la tarde!”.
Paz Soldán llegó puntual.
No hubo cortesías. Castilla habló un instante con la mirada y terminó diciendo: “Lo necesito a usted para arreglar una enojosa cuestión con motivo de una declaración inglesa y ningún otro puede solucionarla. Queda usted nombrado ministro de Relaciones Exteriores”. Paz Soldán aceptó, y ese mismo día se encargó del asunto.
Por primera vez en el Perú hubo un sistema diplomático. Se inventó en Lima antes que en la mayor parte del continente. Más todavía, en 1846 Castilla y Paz Soldán firmaron el Decreto 90. Fue la primera ley sobre organización diplomática no solo del Perú sino de toda América. El Departamento de Estado de los Estados Unidos recién se crearía por ley en 1856.
Como de otras instituciones indispensables del Estado, Castilla es el fundador de la diplomacia. De allí sobresaldrían, en su época, Manuel Nicolás Corpancho, nuestro heroico representante en México; José María Barreto, quien haría frente al propio Hitler; y Francisco García Calderón, quien permanecería defendiendo la causa peruana aún en el ostracismo y la prisión que le impuso el invasor chileno.
En nuestro tiempo, Javier Pérez de Cuéllar presidiendo la ONU y, por fin, Raúl Porras Barrenechea, imponiéndose sobre el imperialismo norteamericano, son otras de las muestras del brillante legado de Ramón Castilla.
Además, el afán unionista de Simón Bolívar presidió todo el tiempo el pensamiento y la acción de Castilla. Para conseguir esa meta, se convocó en Lima al Primer Congreso Americano de Ministros de Relaciones Exteriores, al mismo que asistieron los cancilleres de Bolivia, Chile, Ecuador y Nueva Granada, además del país anfitrión.
Allí se coordinó acciones en todo el continente americano frente a la amenaza de España que mostraba pretensiones de reconquista.
El lector de mi novela me pregunta entonces si el mariscal era veloz para olvidar los bochinches. Me recuerda, además, sobre el problema ocurrido en la Amazonía cuando él y su amigo fueron detenidos en un quilombo y condenados a muerte. En ese difícil momento, Catilla resolvió la cuestión jugando un partido de naipes con el líder de la comunidad negra.
“Juguemos naipes”, dijo el adversario, “si usted gana, les perdonaré la vida”. El juego fue encarnizado y se prolongó toda la noche. Al final, Castilla llevaba ventaja y todas las de ganar. Sin embargo, observó al adversario, advirtió que era mal perdedor y se dio cuenta de que, en caso de perder, no cumpliría su palabra y más bien les volaría la cabeza a los dos. Entonces, se dejó vencer y con ello ganó la vida y algunos gratísimos regalos.
Respondo que Castilla estrechó las manos de Paz Soldán, pero le dijo: “Gracias, canciller, … pero sigue nuestra pendencia”.
Fuente: DIario La República.
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